9 de Junio de 2019. Por Mons. José María Arancibia.
Algunos cristianos suelen preguntar por qué hay que confesarse. Otros, aun conociendo la respuesta, reconocen que les cueste acudir a este sacramento. El Catecismo de la Iglesia Católica ofrece una enseñanza completa y actualizada, desde el rico tesoro de la Escritura y de la Tradición. Y para expresar mejor su finalidad, se lo llama sacramento de la reconciliación. Nos puede ayudar también el ejemplo de las personas que vivieron el Evangelio de manera heroica y alegre.
La venerable sor Leonor de Santa María Ocampo escribió sus memorias dirigidas precisamente a sus confesores, y en ellas se advierte cuánto quiso y valoró la confesión como una gracia muy especial de Dios en su vida; cuánto necesitó del perdón y del consuelo del Señor, y cómo le ayudó el consejo de aquellos sacerdotes que la guiaron en su camino espiritual.
Ella recuerda y nombra a casi todos sus confesores y guarda hacia ellos un gran cariño y una enorme gratitud. A los ocho años se confesó por primera vez en su pueblo de Sañogasta con un misionero franciscano, fray José Aymón, aunque había algunos clérigos en su familia.
Durante su adolescencia en La Rioja, etapa en la que se sintió incomprendida y hasta injuriada, tuvo por confesor y director espiritual al padre dominico Laurencio Torres. Más tarde, viviendo de joven con su padre en San Juan, junto a su hermana Benjamina y la familia de ella, se confesó primero con el padre Norberto Laciar OP, y después con el padre Paulino Albarracín OP.
Fueron años de muchas gracias de Dios, pero también de dificultades con su familia para acercarse a la Misa y a la confesión, que tanto deseaba y necesitaba. En el padre Paulino encontró siempre compresión y sabios consejos. Él la orientó en su vida de oración y de activa caridad con los pobres y los enfermos, como también en el discernimiento de su vocación religiosa; de manera que cuando debió postergar su ingreso al convento, este mismo confesor la preparó para consagrarse a Dios con el voto privado de castidad.
Y cuando por fin partió de San Juan en 1868, para ingresar en el monasterio Santa Catalina, el mismo padre Paulino la acompañó en aquel azaroso viaje hasta Córdoba.
Por lo tanto, de Isora Ocampo que vivió hasta los 26 años en La Rioja y en San Juan, nos ha quedado el ejemplo de una niña y una joven que pasando por difíciles situaciones encontró en la confesión el perdón, la paz y la luz de Dios, a través del ministerio de celosos sacerdotes.